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Yo y los otros yo - Capítulo II


Sin posibilidades de medir el tiempo o, al menos, tener alguna percepción que indicara de que transcurriera, el silencio en la habitación blanca pareció durar años. Lo único que se advertía es que nos mirábamos los unos a los otros, moviendo apenas la cabeza y los ojos. 

La postura de cada uno ya no era exactamente la misma que en un principio, alguno había colocado las manos sobre la mesa, otro las tenía sobre las piernas, alguien entrecruzaba los dedos, el otro con los brazos cruzados, frotaba lentamente su brazo izquierdo con su mano derecha.

Mis brazos ahora descansaban sobre la mesa y mi mano derecha se apoyaba casi sin hacer presión sobre la izquierda, mientras el pulgar se movía muy lentamente provocándome una vaga sensación de placer, aunque creo que ese movimiento, al proporcionarme una sensación táctil, me brindaba algún tipo de seguridad. Al menos podía sentir piel sobre piel y eso me permitía creer que, de alguna forma, era yo mismo el que estaba sentado allí y que la situación no era completamente irreal.

Súbitamente la intensidad de la iluminación bajó, al mismo tiempo comenzó a formarse una imagen en la pared ubicada a espaldas del lugar vacío de la mesa.  Todas la miradas se fijaron en esa imagen que poco a poco se hizo más clara, más intensa. 

Finalmente la reconocí, sin duda alguna correspondía a una vieja foto obtenida en algún lugar de Córdoba en la que mis padres, sentados en el césped y con las sierras por fondo, me sostenían de las manos mientras yo hacía equilibrio precario sobre mis pies. Tendría más o menos un año de vida y claramente apenas si podía caminar. Recuerdo bien la foto porque, enmarcada en plata trabajada, fue, durante muchos años, la principal en una mesa de madera rectangular que se encontraba en el hall de entrada del departamento de mis padres.

Algo de aquel momento, en el que todo el universo se resumía en mis padres, debe de haber quedado impreso en mi ser. Mirar la foto inevitablemente traía a la superficie una sensación de bienestar aunque siempre se presentaba acompañada por el vago dolor de saber que ambos ya habían fallecido. Pareciera que a partir de la muerte de mi madre, en el que me convertí en huérfano, dejando atrás definitivamente cualquier vestigio del niño que fuera alguna vez, habrían de solaparse ambos sentimientos, el cálido recuerdo de la seguridad y amor que me rodeaba con la apenas notable sensación de vacío que su asencia me provocaba.    

La la imagen de la foto que se proyectó en la pared me impactó, pareció que algo absolutamente personal se había filtrado en esa habitación con estos otros sujetos que, si bien parecían idénticos a mí, obviamente no podía ser yo. El recuerdo de la foto debía ser solo mío y la emoción que me producía también. Ahora lo agradable de verla se veía opacado por lo que comenzaba a parecerse a una violación de mis sentimientos, de mi intimidad.

Mientras estos sentimientos se entrecruzaban por mi mente, confundiéndome aún más que la situación de estar sentado observando a ¿clones? de mi mismo, aislándome de todo lo que me rodeaba, uno de ellos habló.

Al sobresalto de escuchar hablar se sumó el hecho que la voz era claramente idéntica a la mía. Demoré una fracción de segundo en entender las palabras y un nuevo sobresalto me abrumó: “esa foto es de mis padres y ese soy yo…”

Al capítulo III

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