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Yo y los otros yo - Capítulo V

Recomendamos la lectura de los capítulos anteriores en este enlace


La desagradable sensación de vacío que provocaron las consecuencias de la decisión del yo  obligado  a abandonar la habitación, marcando una clara diferencia con los yo que quedamos, siguió viva solo unos instantes.

Las diferencias se hicieron más distantes, más definitivas y profundas. Ese yo éramos nosotros mismos enfrentándonos a las consecuencias de un error nimio que había provocado entre nosotros y él diferencias sutiles en los primeros momentos pero que luego fueron agigantándose en todo el transcurso de nuestras vidas. La vida de ese yo terminaría siendo completamente diferente a la nuestra, por lo menos eso nos mostraron las imágenes en la pared. En un primer momento parecía que ese incidente sería intrascendente, que no merecería más atención que un reto sin demasiada severidad pero para ese yo significó a partir de ese instante una realidad completamente distinta, ni mejor ni peor, simplemente distinta.

Sin embargo el recuerdo de ese primer encuentro con la violencia de un acto cruel que, aunque absolutamente alejado de la intención provocar dolor o sufrimiento, un examen más detallado podría advertir que cuando menos tenía el propósito de no quedar ajeno en un juego de poder jugado por actores inconscientes de los riesgos y de las posibles consecuencias. Ese recuerdo quedaría resguardado en las profundidades insondables del inconsciente listo para hacer su aporte en alguna situación en la que todos nuestros yo reclamaran instinto en lugar de razón.  

Las imágenes en la pared cobraron vida nuevamente y con ellas un sentimiento de empatía invadió nuevamente a los yo que habíamos quedado en esa primera habitación. Pareciera que en la medida que transcurría la línea del tiempo que seguían las imágenes la identificación entre nosotros aumentaba. La mesa que inicialmente  era rectangular, con cinco sillas y una cabecera vacía sin que lo advirtiéramos se había reducido a una mesa trapezoidal, blanca por supuesto, con nosotros ocupando los lados no paralelos y el lado paralelo mayor como el más cercano a la pared iluminada por las imágenes. El lado paralelo menor quedó sin silla, aumentando la sensación de que uno de nosotros había partido.   

La proyección de imágenes había adquirido una mayor velocidad al tiempo que la sensación del tiempo transcurriendo había desaparecido tanto en la habitación como en la proyección de las imágenes. ¿Estábamos viendo las imágenes de nuestra vida en tiempo real o estaban aceleradas?  Imposible de distinguir si nuestra realidad transcurría a la misma velocidad que la de las imágenes o si nos habíamos acelerado ambos, sincronizándonos. No había puntos de referencia externos que nos permitieran saberlo, tampoco parecía importar, las imágenes devenidas en películas concentraban nuestra atención. Las situaciones que veíamos producían un sube y baja de emociones, alegrías, desencantos, broncas, satisfacciones y sinsabores. La sucesión de imágenes de nuestra infancia y juventud trajo recuerdos olvidados a nuestra memoria, situaciones banales y de las otras, todas resueltas de la misma forma por quienes habíamos quedado sentado a los lados de esa mesa trapezoidal blanca.

Hasta que la velocidad cayó a tal punto que la película claramente parecía proyectarse en cámara lenta, muy lenta. Reconocimos la imagen de inmediato, aunque la visión de la misma no produjo la sensación en todos nosotros, uno de los yo pareció fuertemente afectado. La situación transcurría en lo que fuera nuestro servicio militar en una unidad militar en el medio del campo,  fue en una noche fría y con una neblina que impedía ver con claridad más allá de una decena de metros. En nuestra patrulla nocturna recorríamos un área sin árboles ni plantas, cercana a una calle de tierra y un alambrado apenas iluminado por una luz mortecina. No debería haber nadie más que nosotros, los yo, en ese lugar y circunstancias. Al principio no fue más un débil llamado que venía de la profundidad de una neblina que blanquecina y densa que apenas iluminada a contraluz producía un efecto de irrealidad. Ese llamado produjo un sobresalto que elevó las pulsaciones e inyectó una descarga masiva de adrenalina en nuestro sistema circulatorio. Nuestra atención se centró en una figura que se recortaba contra la neblina y la luz, acercándose mientras balbuceaba palabras ininteligibles. Apoyamos la rodilla en la tierra, cargamos una munición en la recámara y quitamos el seguro. A viva voz reclamamos una identificación que el sujeto no supo, no quiso o no pudo dar. Apoyamos el dedo en la cola del disparador, sin hacer presión. Transcurrió una fracción mínima de tiempo y la película se detuvo.
Tres de los cuatro yo éramos conscientes de cuál era el final de ese tramo de nuestra vidas, un instante antes de que presionáramos la cola del disparador habríamos de dudar porque se nos hizo presente el recuerdo de aquel evento en la pileta y demoramos el disparo lo suficiente para que la voz de un superior ordenara un “alto el fuego”. No hubo más consecuencias que una severa reprimenda al soldado que habiéndose quedado dormido intentaba llegar al puesto de guardia sin ser advertido por nuestros superiores.

Pero el cuarto yo pareciera no haber rescatado a tiempo esos recuerdos o si los rescató no los asoció. El disparo del fusil impactó de lleno en el hombro del soldado.  Dada la cercanía el soldado oyó la explosión al mismo tiempo que el proyectil lo impactaba y el fogonazo se metía en sus retinas cegándolo. El desmayo fue inmediato.
La voz de alto el fuego llegó al oído de nuestro yo apenas unos microsegundos después del disparo pero ya era tarde, su vida y la del soldado herido habían cambiado para siempre. Nuestro yo pasó un breve período en una prisión militar y afortunadamente fue declarado inocente dadas las circunstancias.

Una vez más, tal como sucedió con el anterior yo que se separó del grupo, desapareciendo por la puerta que se había abierto y dirigiéndose a otra habitación en la que observaría una realidad en la que su trayectoria de vida progresivamente se apartó de la nuestra. Afectado por los sucesos decidió estudiar derecho y transformarse en un defensor de causas perdidas. Durante su estada en la facultad conoció a la que se transformaría en su esposa a quién terminó asesinando cuando la encontró con otro hombre en su propia casa. Llevaban 15 años de un matrimonio que todos sus conocidos y familiares hubieran definido como feliz. Esta vez no hubo escapatoria ni emoción violenta que valga, fue condenado y murió de pena en la cárcel.

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