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La desagradable sensación de vacío que provocaron las consecuencias de la decisión del yo obligado a abandonar la habitación, marcando una clara diferencia con los yo que quedamos, siguió viva solo unos instantes.
Las diferencias se hicieron más distantes, más definitivas y profundas. Ese yo éramos nosotros mismos enfrentándonos a las consecuencias de un error nimio que había provocado entre nosotros y él diferencias sutiles en los primeros momentos pero que luego fueron agigantándose en todo el transcurso de nuestras vidas. La vida de ese yo terminaría siendo completamente diferente a la nuestra, por lo menos eso nos mostraron las imágenes en la pared. En un primer momento parecía que ese incidente sería intrascendente, que no merecería más atención que un reto sin demasiada severidad pero para ese yo significó a partir de ese instante una realidad completamente distinta, ni mejor ni peor, simplemente distinta.
La desagradable sensación de vacío que provocaron las consecuencias de la decisión del yo obligado a abandonar la habitación, marcando una clara diferencia con los yo que quedamos, siguió viva solo unos instantes.
Las diferencias se hicieron más distantes, más definitivas y profundas. Ese yo éramos nosotros mismos enfrentándonos a las consecuencias de un error nimio que había provocado entre nosotros y él diferencias sutiles en los primeros momentos pero que luego fueron agigantándose en todo el transcurso de nuestras vidas. La vida de ese yo terminaría siendo completamente diferente a la nuestra, por lo menos eso nos mostraron las imágenes en la pared. En un primer momento parecía que ese incidente sería intrascendente, que no merecería más atención que un reto sin demasiada severidad pero para ese yo significó a partir de ese instante una realidad completamente distinta, ni mejor ni peor, simplemente distinta.
Sin embargo el recuerdo de ese
primer encuentro con la violencia de un acto cruel que, aunque absolutamente
alejado de la intención provocar dolor o sufrimiento, un examen más detallado
podría advertir que cuando menos tenía el propósito de no quedar ajeno en un
juego de poder jugado por actores inconscientes de los riesgos y de las
posibles consecuencias. Ese recuerdo quedaría resguardado en las profundidades
insondables del inconsciente listo para hacer su aporte en alguna situación en
la que todos nuestros yo reclamaran instinto en lugar de razón.
Las imágenes en la pared cobraron
vida nuevamente y con ellas un sentimiento de empatía invadió nuevamente a los
yo que habíamos quedado en esa primera habitación. Pareciera que en la medida
que transcurría la línea del tiempo que seguían las imágenes la identificación
entre nosotros aumentaba. La mesa que inicialmente era rectangular, con cinco sillas y una
cabecera vacía sin que lo advirtiéramos se había reducido a una mesa
trapezoidal, blanca por supuesto, con nosotros ocupando los lados no paralelos
y el lado paralelo mayor como el más cercano a la pared iluminada por las
imágenes. El lado paralelo menor quedó sin silla, aumentando la sensación de
que uno de nosotros había partido.
La proyección de imágenes había adquirido una mayor
velocidad al tiempo que la sensación del tiempo transcurriendo había
desaparecido tanto en la habitación como en la proyección de las imágenes. ¿Estábamos
viendo las imágenes de nuestra vida en tiempo real o estaban aceleradas? Imposible de distinguir si nuestra realidad
transcurría a la misma velocidad que la de las imágenes o si nos habíamos
acelerado ambos, sincronizándonos. No había puntos de referencia externos que
nos permitieran saberlo, tampoco parecía importar, las imágenes devenidas en
películas concentraban nuestra atención. Las situaciones que veíamos producían un
sube y baja de emociones, alegrías, desencantos, broncas, satisfacciones y
sinsabores. La sucesión de imágenes de nuestra infancia y juventud trajo
recuerdos olvidados a nuestra memoria, situaciones banales y de las otras,
todas resueltas de la misma forma por quienes habíamos quedado sentado a los
lados de esa mesa trapezoidal blanca.
Hasta que la velocidad cayó a tal punto que la película
claramente parecía proyectarse en cámara lenta, muy lenta. Reconocimos la
imagen de inmediato, aunque la visión de la misma no produjo la sensación en
todos nosotros, uno de los yo pareció fuertemente afectado. La situación
transcurría en lo que fuera nuestro servicio militar en una unidad militar en
el medio del campo, fue en una noche
fría y con una neblina que impedía ver con claridad más allá de una decena de
metros. En nuestra patrulla nocturna recorríamos un área sin árboles ni
plantas, cercana a una calle de tierra y un alambrado apenas iluminado por una
luz mortecina. No debería haber nadie más que nosotros, los yo, en ese lugar y
circunstancias. Al principio no fue más un débil llamado que venía de la
profundidad de una neblina que blanquecina y densa que apenas iluminada a
contraluz producía un efecto de irrealidad. Ese llamado produjo un sobresalto
que elevó las pulsaciones e inyectó una descarga masiva de adrenalina en
nuestro sistema circulatorio. Nuestra atención se centró en una figura que se
recortaba contra la neblina y la luz, acercándose mientras balbuceaba palabras
ininteligibles. Apoyamos la rodilla en la tierra, cargamos una munición en la
recámara y quitamos el seguro. A viva voz reclamamos una identificación que el
sujeto no supo, no quiso o no pudo dar. Apoyamos el dedo en la cola del
disparador, sin hacer presión. Transcurrió una fracción mínima de tiempo y la
película se detuvo.
Tres de los cuatro yo éramos conscientes de cuál era el
final de ese tramo de nuestra vidas, un instante antes de que presionáramos la
cola del disparador habríamos de dudar porque se nos hizo presente el recuerdo
de aquel evento en la pileta y demoramos el disparo lo suficiente para que la
voz de un superior ordenara un “alto el fuego”. No hubo más consecuencias que
una severa reprimenda al soldado que habiéndose quedado dormido intentaba
llegar al puesto de guardia sin ser advertido por nuestros superiores.
Pero el cuarto yo pareciera no haber rescatado a tiempo esos
recuerdos o si los rescató no los asoció. El disparo del fusil impactó de lleno
en el hombro del soldado. Dada la
cercanía el soldado oyó la explosión al mismo tiempo que el proyectil lo
impactaba y el fogonazo se metía en sus retinas cegándolo. El desmayo fue inmediato.
La voz de alto el fuego llegó al oído de nuestro yo apenas
unos microsegundos después del disparo pero ya era tarde, su vida y la del
soldado herido habían cambiado para siempre. Nuestro yo pasó un breve período
en una prisión militar y afortunadamente fue declarado inocente dadas las
circunstancias.
Una vez más, tal como sucedió con el anterior yo que se separó del grupo, desapareciendo por la puerta que se había abierto y dirigiéndose a otra habitación en la que observaría una realidad en la que su trayectoria de vida progresivamente se apartó de la nuestra. Afectado por los sucesos decidió estudiar derecho y transformarse en un defensor de causas perdidas. Durante su estada en la facultad conoció a la que se transformaría en su esposa a quién terminó asesinando cuando la encontró con otro hombre en su propia casa. Llevaban 15 años de un matrimonio que todos sus conocidos y familiares hubieran definido como feliz. Esta vez no hubo escapatoria ni emoción violenta que valga, fue condenado y murió de pena en la cárcel.
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