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Yo y los otros - Capítulo III

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A partir de ese momento todo fue un caos, en mi mente, al menos. Parecía obvio que eramos la misma persona o, cuando menos, cinco personas con exactamente la misma historia: mismos padres, mismos recuerdos, sensaciones, alegrías y disgustos.

La imágen en la pared perduró mientras el intercambio de palabras y emociones dominaba la sala blanca. Que bien se sentía que otro, distinto a mi mismo, supiera con exactitud como me había sentido en cada una de las situaciones que recordábamos. Todo me producía una extraña sensación de seguridad al poder intuir los temores, los deseos y las alegrías de los que me rodeaban y que, supongo, ellos intuyeran los míos. La empatía fue total, profunda y reconfortante.

Las palabras cobraban un significado perfecto, los gestos no dejaban lugar a dudas, las expresiones de los rostros no ocultaban nada. Recordar las situaciones que habíamos vivido maximizaba las sensaciones que habían provocado, ya fuera de placer, temor o de amor.

Nuestros padres aparecían mejor definidos, con una resolución casi infinita. Sus palabras y caricias, retos y consejos se hacían más hondos, más marcados, más significativos. Eramos todos un solo yo, diferentes, lo intuía en la profundidad de mi corazón, pero hasta aquí con una única historia.

Todo indicaba que las historias habrían de seguir el mismo rumbo, no había diferencias hasta ahora y nada indicaba que las hubiera para el futuro. Hasta que uno de nosotros lo mencionó. La imagen que reemplazó a la que tanto había dado que hablar marcó el comienzo de las diferencias.

Recordábamos vagamente el momento que relataba esa imagen. Rodeados de amigos que reían y jugaban, eramos testigos de un clásico juego de niños en el que todo no es más que una práctica de relaciones de poder en los que uno de los del grupo propone hacer algo y todos deben seguirlo o de lo contrario serán tratados como cobardes, con toda la crueldad propia de la juventud inmadura, cargada de fascinación por lo prohibido e inocencia producto de la ignorancia de los riesgos.

Uno de los yo había decidido participar, quizas empujado por el grupo, por la sensación de ser uno más y no uno menos. Su mano no fue la única, ni siquiera la que empujó con más fuerza, solo estuvo ahí para poder ser parte del juego, para poder reafirmar frente a los demás que formaba parte, solo eso.

Es posible que solo haya sido la punta de sus dedos pero fue suficiente. El cuerpo del agredido, perdió el equilibrio, tropezó con un pié al azar, giró, se tambaleó, cayó junto al borde de la piscina, se golpeó la sien y luego se sumergió en el agua cristalina. El tiempo transcurrió muy lentamente por un par de segundos, las risas sesaron y las miradas se centraron en una mancha de agua rosada que se agigantaba rápidamente.

La situación en la sala blanca cambió, quedaba claro que solo un yo había participado del accidente de la pileta, los otros cuatro habíamos permanecido alejados de la acción, no porque estuvieramos en desacuerdo, más bien se trataba de un acto de cobardía que, para bien, marcaría profundamente nuestro futuro.

Al capítulo IV

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