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Un instante, una decisión para toda la vida.

¿Son consientes de haber vivido alguna vez un brevísimo instante en el que tuvieron que tomar una decisión que hubiera cambiado su futuro por completo, alejándolos de la realidad que viven en la actualidad? Yo sí. El paso del tiempo ha ido otorgándole más y más dimensión a esa decisión que tomé en una fracción de segundo, en un entorno que favorecía el error catastrófico.  

¿Qué ocurrió? La historia comienza en el año 1971, en el Regimiento 8 de Tanques, unidad militar donde me encontraba realizando el “Curso de Aspirantes a Oficiales de Reserva”,  alternativa que se le presentaba a los universitarios que debiesen realizar el servicio militar obligatorio.

El RCTAN8 tiene asiento en la provincia de Buenos Aires, cerca de la ciudad de Magdalena. Limita hacia el este y el sudeste con la Ruta Nacional nº11 y hacia el oeste y noroeste con el Rio de la Plata. Se podría decir que aún el día de hoy el regimiento se encuentra ubicado en un campo característico de la costa bonaerense, alejado de del tránsito frecuente de vehículos y de personas.

Este episodio transcurre entre los meses de abril y junio, no lo recuerdo con exactitud. En esos días habían ocurrido algunos ataques terroristas a unidades militares por lo que, cuando fui designado para el período de guardia nocturna, no me extraño que la arenga del Jefe de Guardia tratase específicamente sobre ese tema, resaltando los peligros que significaba un eventual intento de copamiento del regimiento por guerrilleros. Se nos instruyó específicamente sobre el “santo y seña” de ese día y que ese debería ser para nosotros un terminante método para identificar a un posible atacante si, ante nuestro requerimiento, un sujeto no identificado no respondiera con la seña correcta.  

Nuestro grupo fue asignado al llamado “puesto polo” (rectángulo en la imagen) que obtenía su nombre por  encontrarse en las proximidades de la cancha de polo, que tenía por límite externo la ruta 11, como se puede apreciar en la imagen que acompaño.


Entre el puesto y la ruta existe una distancia de 180 mts.  con un ancho de 280 mts. (ambas medidas son aproximadas). Les pido que observen el punto blanco, marcado con un rombo. Se trata de una garita de vigilancia que, en aquellos tiempos, sólo se usaba durante el día.
Ya era de noche cuando debí  iniciar mi turno de guardia, hacía frío y la ausencia de viento había permitido que se instalase una densa neblina.  Debía recorrer la cancha de polo a lo largo, sin aproximarme a la ruta, tal era la consigna.

A poco de comenzar y encontrándome en las cercanías de la cancha de paleta que se ve a la izquierda, veo que un vehículo M113 comienza a recorrer el alambrado perimetral de la ruta. Supongo que es el Jefe de Guardia que recorre los puestos. Me llama la atención que al llegar a la altura de la garita, se detiene. La distancia y la neblina me impiden distinguir que sucede allí pero creo distinguir una voz de mando, nada más.

Sigo mi recorrida, cuando faltaban unos minutos para terminar mi turno de dos horas,  encontrándome en las cercanías del centro de la cancha, donde se cruzan las líneas verdes y azul, escucho un chistido que, sin lugar a dudas, provenía de algún lugar entre la ruta y el lugar donde me encontraba.  Todos mis sentidos entraron en alerta y la adrenalina me invadió. Dirijo mi mirada hacia el lugar aproximado desde donde me habían chistado. Observo que una figura se recortaba en la neblina, remarcada por el débil resplandor del único farol que tenuamente iluminaba  la garita. Si bien no podía observar detalles, uno solo se destacaba: quién se acercaba portaba un arma. Yo sabía que nadie más debía  encontrarse en ese sector, muchísimo menos entre mi posición y la ruta.  

Siguiendo el procedimiento que nos habían ordenado, grito: “¡Alto!, ¿quién vive?”.  Por respuesta recibo una que aumenta mi nivel de preocupación: “soy yo, che… el soldado (no recuerdo el nombre)”. La figura seguía aproximándose.   “¡Santo y seña!!”, grito. Como respuesta recibo un “¿que santo y seña?, no hay santo y seña, che…”. 

Recuerdo perfectamente haberme colocado rodilla en tierra, haber “cargado” mi FAL y retirado el seguro. “¡¡Alto o disparo!!”. La figura ahora estaría a unos 15 metros, no más. Hago puntería. Estaba dispuesto a disparar si advertía que ese fusil que había visto comenzaba a levantarse hacia mí.

En ese mismísimo instante estallaron en mi cabeza la imagen del M113 deteniéndose al lado de la garita y el haber escuchado una voz de mando. Esa imagen se interpuso entre mi dedo, mis nervios  y la cola del disparador.

Uno o dos segundos más tarde percibo que desde el puesto de guardia la voz del suboficial a cargo me ordenaba: “Alto el fuego, alto el fuego!!!”.  Minutos más tarde, se hacía presente el Jefe de Guardia.

Resultó que un soldado del turno anterior se había quedado dormido, probablemente producto de haber bebido alcohol.  No sé que le habrá ocurrido con él, aunque me imagino que habrá tenido una sanción por la falta grave que había cometido, dormirse estando de guardia. Sin duda nada tan grave comparado a la eventualidad de recibir un disparo de 7,62mm a unos 10 mts de distancia.

En ese momento no le di mayor importancia al suceso. Parecía un episodio más del año de servicio militar. No pensé en las consecuencias que podría haber tenido el que efectivamente hubiese disparado, no solo para el soldado sino también para mí. Si aún hoy tengo la imagen de esa figura oscura recortada contra un fondo de neblina y tenue luz, no quiero imaginar lo que hubiera sido mi vida si, efectivamente, hubiera disparado. Asimismo, me he preguntado que hubiera ocurrido  si mis temores hubieran sido reales o si esa figura que decía ser un soldado hubiera en realidad sido la punta de lanza de un ataque al regimiento.

Son muchos los escenarios con finales de todo tipo. Lo cierto es que tomé, en un instante, la decisión correcta, mi vida y la del soldado siguieron su curso. Él, sin saber que su vida estuvo a punto de terminar por una imprudencia. Yo, sin esa carga de conciencia. ¿Suerte?

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