Formar parte del pueblo y la condición del ciudadano, parecieran ser, para muchos, completamente diferentes.
El Pueblo, resulta ser la expresión de un colectivo que tiene su origen en tradiciones e identidades que se expresan en forma rápida y sin mucho sostén intelectual.
Su voz, única e inapelable, es interpretada por líderes carismáticos que, a su turno, como lo hacían los sacerdotes con las pitias o los augures con el vuelo de los pájaros, expresan esa cacofonía de voces dotándola de un aura de verdad revelada, única e ineludible.
Muy por el contrario, el ciudadano, es un individuo que no tiene origen en relatos sin sustento histórico, siempre dotados del brillo que les otorga una supuesta gesta heroica, como es el caso del pueblo. El origen del ciudadano es jurídico, menos prosaico que el del pueblo y por lo tanto más frío, menos emocional y menos entendible por quienes ni siquiera piensan en términos de derecho y obligaciones. El ciudadano cede al Estado el resguardo de sus derechos y debe someterse al mismo cuando se trata de cumplir con sus obligaciones.
En lugar de ello quienes forman constitutiva del pueblo, que goza del privilegio de no equivocarse nunca, se benefician de esa condición siempre y cuando no contradigan la opinión del pueblo que los contiene, expresada “es cathedra” por la del líder, que resulta, demás está decirlo, indiscutible.
En cambio, el ciudadano, se ve sometido permanentemente al pluralismo, a la diversidad de opiniones, a intereses que a pesar de ser legítimos pueden resultar, al mismo tiempo, incompatibles. El sistema al que se somete es prescindente de sus opiniones salvo cuando, cada tanto, se expresa mediante el voto. Hasta tanto, debe someterse a la autoridad del Estado que es, administrativa y judicialmente, por naturaleza, imperfecto.
Sus derechos y obligaciones no surgen de una conmovedora asamblea popular, que puede mutar a su antojo y condenar o premiar a sus miembros por el dudoso concepto de “lealtad”. A su vez, los desleales se transforman en traidores con extrema facilidad y una vez señalados como tales dejan de poseer derecho alguno y son merecedores de los peores castigos.
Los derechos y obligaciones del ciudadano están impresos en la constitución y sus leyes y códigos, en términos que solo los abogados pueden, aunque no siempre, entender. El pueblo no condena si no es a sus enemigos, la Justicia no debería hacerlo más que por motivos estrictamente jurídicos. El ciudadano tiene una ventaja, cuando han sido violados sus derechos, ha incumplido con sus obligaciones o violado las leyes, tiene derecho a defensa y mientras se sustancia el juicio se beneficia de un viejo principio romano: “in dubio pro reo”.
En ciertas oportunidades, quienes tienen autoridad legítima se comportan como líderes de un pueblo y no de un Estado, apelan a los códigos de comportamiento propios del líder que no tiene ataduras ni obligaciones éticas o morales, y mucho menos legales. Usualmente se basan en profundizar los comportamientos propios de una masa que en sus discursos llaman pueblo e ignorar, soslayar o disminuir los que corresponden a un ciudadano.
Está claro que esta división entre ciudadano y pueblo no debería existir, no debería ser una contradicción. Unos, los miembros del pueblo y otros, los ciudadanos, deberían ser la misma comunidad, los mismos individuos. Los miembros del pueblo deberían ser también ciudadanos, y estos últimos tener una identidad que los transforme en pueblo. El secreto está en que para lograrlo se debe ser tolerante y respetuoso, tanto sea de las opiniones de los otros como de las leyes.
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