Ir al contenido principal

Imperio

IMPERIO
Por Agustín Condomí Alcorta
Adelante del libro publicado en Noviembre de 2017.

Capítulo 1


Esa mañana llovía de forma torrencial. Las gotas de agua se acumulaban sobre la hoja de su espada y la hacían brillar de forma casi mágica. Bilo estaba desconcertado, no podía entender qué demonios debían hacer unos cuantos barbos en un pueblo perdido del sur de Loroña. De cualquier manera, estaba decidido a defender lo suyo hasta las últimas consecuencias. 

Mientras los hombres del imperio lo iban rodeando como depredadores hambrientos, fingió querer atacarlos y logró hacerlos retroceder un paso.
―¡Están invadiendo mis tierras! ¡Márchense ahora!―exclamó con toda la convicción que pudo reunir, sabiendo que era un intento fútil de lograr que lo dejaran en paz.

Balras, el líder de la partida imperial, lanzó una risotada antes de acercarse algunos pasos hasta él.
―Y dime ¿Qué escondes allí, dentro de tu precioso palacio? ―preguntó mirándolo con malicia.
―¿Es en serio? ¡Soy un granjero! ¡No hay nada que puedan tomar de este lugar! ―gritó Bilo entrecerrando los ojos a causa del agua que manaba desde su frente y le molestaba la vista.
Los barbos volvieron a reír burlándose. Balras se encogió de hombros.
―No es la información que yo tengo. Ya sabes que el emperador no deja nada librado al azar; y de los registros reales surge que, desde esta granja, nunca se ha pagado la cuota comercial correspondiente a... ―Movió la mano en el aire en gesto de redundancia―. Bueno, todo lo que eso significa. Además, ¿cómo he de creerte si ya estás escondiendo dos valiosos tesoros detrás de ti? Porque la tercera no creo que nos sirva de mucho, es algo vieja ―dijo haciendo girar la palma de la mano arriba y abajo―. Pero basta de juegos, mira ―suspiró clavando la punta de su espada en el barro, impaciente―, por lo que puedo entender, solo tienes una salida: o nos entregas lo que tengas de valor o nos llevaremos a tus mujeres.
Bilo retrocedió hasta la galería de la casa desde donde su esposa, su hermana y su madre observaban atónitas toda la escena, y se interpuso entre ellas y los barbos. 
―¡Vengan, malditos! ¡Inténtenlo! ―bramó con el ímpetu y el coraje de un animal acorralado.
Fue lo último que dijo, escuchó o vio. Un mercenario que lo había flanqueado, sin que lo notase, le lanzó una piedra con una honda y le acertó justo en la parte de atrás de la cabeza.

Sintió que la tormenta había pasado y que estaba anocheciendo. Abrió un poco los ojos, pero le latía demasiado la cabeza, no podía concentrarse en nada más que el dolor causado por el golpe. Enseguida volvió a quedar inconsciente hasta bien entrada la oscuridad. Cuando al fin pudo despertar, se percató de que su madre yacía inerte junto a él, pero no había señales de su mujer y de su hermana por ningún lado. Recorrió toda la granja buscándolas, mas no tuvo éxito. Regresó a la casa tan concentrado en recuperarlas que olvidó por completo a quien lo esperaba dentro. Cuando la vio, se desplomó frente a ella. Habían matado a su madre allí mismo y no había hecho nada para evitarlo. Después de enterrarla bajo un árbol de flores perfumadas, comenzó a prepararse para encontrar a los verdugos imperiales, esperando también, con ellos, encontrar a su esposa y a su hermana.

La casa estaba al revés, habían destruido casi todo y conseguido robar parte de su oro, pero no encontraron todo el que tenía guardado. Con solo una bolsa se largaron, satisfechos.
Bajo unos tablones, en su habitación, tenía guardado un arco, un carcaj y flechas. Tomó todo, se armó y, amparado por la noche, se dirigió hacia Sauce Viejo, único lugar posible donde podrían pasar la noche los mercenarios.

Tras poco más de una hora de caminata forzada, divisó los primeros indicios de vida en un campo sembrado que se hallaba justo antes de un caserío, a las puertas del pueblo. Se internó entre los brotes crecidos para acercarse sin ser visto y luego, entre las casas.

No estaba lejos de la hostería, apenas a unas pocas calles. Al no ver señales de los barbos en los alrededores, decidió salir a la vista de todos; los pobladores lo conocían bien, pues vendía sus cosechas en el mercado. No había mucho más de qué preocuparse.
―Buenas noches, señor Kay ¿Cómo está la familia? Hace mucho que no se la ve a su madre por estos lares ―preguntó un comerciante que lo reconoció a pesar de que caminaba con la mirada baja y la cabeza tapada.

En un principio Bilo lo miró con los ojos llenos de sangre, casi al borde de la ira, pero luego respiró profundo, relajó los hombros y asintió con tristeza.
—Ella está ahora descansando. —Se limitó a responder.
―Deséele buenaventura de mi parte, por favor ―dijo el hombre al pasarlo de largo.
―Así se hará ―respondió Bilo, desinteresado.

Ahora solo importaba una cosa, y esperaba no volver a toparse con nadie que lo interrumpiera.

Se aproximó a su destino pegado a las paredes de las casas por donde pasaba la callejuela ondulante de la hostería. Para suerte suya, esa noche no habían encendido las antorchas en casi ninguna puerta, por lo que pasaba más desapercibido de lo que esperaba. Cuando estuvo a unos cien pasos de llegar a su objetivo, vio a dos hombres que custodiaban la entrada de la taberna. Eran ellos, no cabía la menor duda. Caminó un poco más para acortar la distancia de tiro y se apostó tras unas maderas que descansaban sobre una pared. Esperó un poco a estar seguro de que no pasara nadie, para no despertar la alarma antes de tiempo y tensó la cuerda de su arma. Respiró profundo. Cerró los ojos por un instante, preparándose para terminar con la vida de su enemigo, los volvió a abrir, apuntó y soltó los dedos. El arco reaccionó como se suponía, lanzando el proyectil a toda velocidad. Un mínimo movimiento de los músculos dio como resultado: muerte. De inmediato preparó otra flecha. El segundo hombre estaba desorientado, se acercó hasta el cuerpo agonizante de su compañero y, en ese mismo momento, el segundo disparo lo alcanzó directo en el rostro. Iban dos, quedaban otros tantos. Llevaría la cuenta y la recordaría por siempre.

Nadie, ni el más culpable de quienes estaban en la taberna, esperaba lo que sucedería a continuación. Abrió la puerta con una patada. El arco ya estaba preparado; lo levantó y apuntó al primer barbo que reconoció. La flecha atravesó su cuello y se clavó en una columna de madera. El otro hombre imperial que lo acompañaba se levantó volteando la mesa y todo lo que se posaba sobre ella. Desencajado, comenzó una carrera hacia el granjero. Sabiendo que quizás no llegaría a dañarlo. Esta vez el arma elegida fue una daga. El cuarto caza recompensas imperial caía muerto en menos de tres minutos.

El silencio reinaba en el salón con tanta contundencia como el emperador lo hacía en Bahía del Mercante. Bilo escudriñó a los presentes, escupió sobre los cuerpos de sus víctimas y luego miró al posadero. Este se limitó a señalar la escalera. Era momento de terminar con el asunto. Tomó una bocanada de aire, miró hacia la parte superior del edificio y comenzó a subir con mucho cuidado.

El pasillo de las habitaciones recorría el salón de punta a punta y cada puerta estaba orientada a este. En consecuencia, todos seguían siendo testigos obligados de lo que acontecía arriba. Frenó en la primera cabina. Antes de irrumpir, le dedicó otra furiosa mirada al posadero, pero este no hizo ningún gesto. No habría ayuda; tendría que entrar por la fuerza. Se abalanzó con todo el peso del cuerpo sobre la puerta de madera. La mujer que se hallaba dentro soltó un grito ensordecedor que lo dejó perplejo. Profirió insultos a todos los dioses y se disculpó. Cuando estaba casi fuera, alguien lo alertó desde abajo a viva voz.
—¡Cuidado, Kay! ¡Un barbo!

Uno de los mercenarios lo golpeó por sorpresa y le hizo perder el equilibrio. Debido al impacto, dejó caer el arco; entonces, quiso desenfundar la espada. Pero el barbo fue más rápido: lo golpeó con fuerza en la mandíbula y lo arrojó al suelo, desarmándolo. Decidido, levantó su arma con ambas manos para dar el golpe de gracia. Bilo esbozó una sonrisa ensangrentada, esperó el momento justo y enterró la daga en el vientre de su incrédulo contrincante.

Antes de que el cuerpo de su subordinado llegara al suelo, Balras lo movió a un lado. Bilo reaccionó rápido. Al estar casi arrodillado, le resultó sencillo arremeter contra él y obligarlo a retroceder lo suficiente como para recoger la espada. Estaba listo para el combate, pero el cansancio comenzaba a pesarle. La primera colisión de las hojas los dejó muy cerca uno del otro, oportunidad que Balras supo aprovechar mejor que Bilo: le propinó un cabezazo que le rompió la nariz y lo dejó fuera de combate por unos segundos. 
―Tu mujer grita como una cabra en celo ―dijo Balras antes de patearlo en el estómago.
La imagen de su esposa siendo atacada por los hombres del imperio lo destrozó. Ya no tenía nada que perder, solo cabía en su corazón el mayor de los odios hacia cualquier cosa que estuviese teñida de color imperial.

Se limpió la sangre con la manga, miró con fiereza a su oponente, caminó con decisión hacia él y levantó su espada en el aire. El barbo contraatacó. Bilo bloqueó la estocada, la hizo a un lado, deslizó su espada hasta la empuñadura de la de Balras y le hizo un corte en la mano. Lo golpeó en la entrepierna, le arrancó el arma y lo tomó del cuello usando ambas manos con una fuerza inusitada para alzarlo contra la pared. El odio le hacía brotar saliva de la boca.
—¿Dónde están barbo?
Balras, conociendo su inevitable destino, rió con el poco aliento que le quedaba y giró la cabeza en dirección a la habitación contigua a donde ellos estaban peleando.
—Estás perdiendo un tiempo valioso, granjero —dijo con dificultad.
Bilo sacó su daga y lo apuñaló directo en el corazón. El último barbo era historia.
Corrió hacia donde había mirado Balras y abrió la puerta esperando encontrar allí a su compañera de vida. El cuarto estaba obscuro, apenas se veía el contorno de la cama.
—Alira —dijo hablando en voz baja—. Alira, ¿estás aquí?
Pero no hubo respuesta. El lecho estaba vacío y la habitación también, excepto por la armadura de Balras, que reposaba sobre una silla.
Estalló de ira, deshizo la cama a golpe de espada, rompió la silla contra el suelo y luego salió al pasillo. Se arrodilló sobre el cuerpo del barbo y comenzó a golpearlo con desesperación, gritaba el nombre de su esposa y le ordenaba que le dijera dónde la habían llevado. Pero nada pasó, nada más podría obtener del mercenario. Se recostó a un lado del cuerpo y recién se había recompuesto cuando oyó entrar a dos guardias del pueblo que ordenaban se les informara quién había sido el responsable de haber asesinado a los dos hombres que estaban afuera. Bilo se levantó y movió la cabeza de un lado al otro. No quería problemas con nadie del pueblo.
—No es con ustedes, colegas ―dijo apoyando la frente contra la baranda, todavía en el suelo.
—Pero sabes que esto nos afecta, Kay —devolvió uno de los hombres—. Si esto es tu responsabilidad, no podemos dejarte ir así como así.
Bilo hizo una mueca, bajó las escaleras y se acercó hasta los hombres.
—¿Dejarías ir en paz a quienes asesinaron a toda tu familia y luego se abocaron a festejarlo con el oro que te robaron?
—Hay maneras oficiales de resolver estas cuestiones. —Se limitó a contestar uno de ellos.Bilo se ofuscó.
―¿Y quién se arriesgaría a enjuiciar a hombres imperiales? ―pasó entre ambos y les hizo un gesto para que lo siguieran.
—¿Para qué nos traes afuera? —preguntó contrariado el más experimentado de los vigilantes.
—Voy a ofrecerles algo —empezó Bilo, todavía algo alterado—. Les pido un día; voy a tratar de encontrar a mi mujer y a mi hermana. Seguro que algunos de ellos siguieron camino a la próxima ciudad. Luego me iré y no volveré nunca más. Les dejaré cuatro monedas de oro a cada uno. Los guardias se miraron y asintieron sin estar del todo convencidos.
—Vete ahora, antes de que me arrepienta de haber permitido esta locura.


Comentarios

Entradas populares de este blog

A un amigo

“Estimado Christian, nada que pueda decirte describe la empatía que siento por este momento que te toca vivir. Se del vacío que se siente cuando nuestras madres nos dejan. Nada ni nadie puede llenarlo, todo lo que podemos hacer es intentar mitigarlo con el amor que nos dieron, el amor que les dimos, los recuerdos, las memorias. Súbitamente tomamos conciencia que esa consejera de última instancia, de la mirada intensa que nos daba tranquilidad, del halago simple y profundamente emotivo que tanto necesitamos, la dueña de nuestros recuerdos más lejanos, ya no podrá darnos ese amor desinteresado que tanto bien nos hacía. Se lleva el último vestigio de infancia que nos quedaba, de ahora en más seremos nosotros mismos los que deberemos enfrentar al mundo con la constante de su ausencia. El dolor y la tristeza se mitigarán solo con el recuerdo de esos pequeños momentos que, atesorados con pasión, continuarán iluminando nuestra vida. Un gran abrazo, José María”

Yo y los otros yo - Capítulo V

Recomendamos la lectura de los capítulos anteriores en este enlace La desagradable sensación de vacío que provocaron las consecuencias de la decisión del yo  obligado  a abandonar la habitación, marcando una clara diferencia con los yo que quedamos, siguió viva solo unos instantes. Las diferencias se hicieron más distantes, más definitivas y profundas. Ese yo éramos nosotros mismos enfrentándonos a las consecuencias de un error nimio que había provocado entre nosotros y él diferencias sutiles en los primeros momentos pero que luego fueron agigantándose en todo el transcurso de nuestras vidas. La vida de ese yo terminaría siendo completamente diferente a la nuestra, por lo menos eso nos mostraron las imágenes en la pared. En un primer momento parecía que ese incidente sería intrascendente, que no merecería más atención que un reto sin demasiada severidad pero para ese yo significó a partir de ese instante una realidad completamente distinta, ni mejor ni peor, simplemente distint