Los años me han hecho perder varias cosas, como a todos los que llegan a mi edad, supongo. Entre esas cosas perdidas, que temo no recuperar, esta la paciencia. No a todo lo que se me cruza en la vida, solo a algunas cosas muy puntuales, pero que me alteran, me hacen subir la presión y logran que quede caliente como "pava para mate". Hoy, para no aburrirlos y/o mostrar todos mis flancos débiles, les contaré sobre una de ellas. Se trata, ni más ni menos, que la falta de paciencia que me provoca la falacia como método de argumentación política, especialmente aquella en la que uno y el interlocutor tienen una pequeña platea que observa, asombrada, como una charla agradable se transforma en pocos minutos en una discusión de elevado tono. Estos interlocutores falaces deben emplear este tipo de argumentaciones viciadas cuando se encuentra en ante una evidente falta de argumentos sólidos, cuando la realidad les da la espalda y buscan refugio en la deformación del pasado, en estadísticas falsas o peor justifican el mal menor para evitar un supuesto mal mayor, inexistente. No se rinden ante las evidencias, responden a cada argumento con otros que nada que ver. Defienden los fracasos echando culpas a terceros, hacen la vista ciega ante los desmadres generales mostrando algún logro parcial, poco importante y no relativo al punto central del intercambio de ideas. Hacen oídos sordos ante los sonidos que produce el quiebre de la realidad mágica que se inventan para poder subsistir, sin tener que reconocer que se equivocaron, y se equivocan, en defender lo indefendible. Quisiera tener paciencia, pero no la tengo. La he perdido, ¿será la edad?
Todos los capítulos en este enlace A partir de ese momento todo fue un caos, en mi mente, al menos. Parecía obvio que eramos la misma persona o, cuando menos, cinco personas con exactamente la misma historia: mismos padres, mismos recuerdos, sensaciones, alegrías y disgustos. La imágen en la pared perduró mientras el intercambio de palabras y emociones dominaba la sala blanca. Que bien se sentía que otro, distinto a mi mismo, supiera con exactitud como me había sentido en cada una de las situaciones que recordábamos. Todo me producía una extraña sensación de seguridad al poder intuir los temores, los deseos y las alegrías de los que me rodeaban y que, supongo, ellos intuyeran los míos. La empatía fue total, profunda y reconfortante. Las palabras cobraban un significado perfecto, los gestos no dejaban lugar a dudas, las expresiones de los rostros no ocultaban nada. Recordar las situaciones que habíamos vivido maximizaba las sensaciones que había...
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