La conciencia de la mortalidad es una certeza que vamos adquiriendo con el paso de los años. Lentamente en un principio y más rápidamente en la medida que la juventud nos va abandonando. Las cosas pasan, dicen los norteamericanos, y lo que era algo lejano se va transformando, la mayoría de las veces, en un sano motivo de preocupación. Es que comenzamos a advertir que no es solo la propia muerte la que importa, también nos perturba profundamente la de nuestros afectos, como así también las consecuencias materiales y emocionales que nuestra partida, o la de los que nos rodean, puedan tener en aquellos a los que les ha tocado permanecer. Quienes hemos sufrido las labores de la parca en seres queridos sabemos del vacío que se produce, de esa herida que tarda en cicatrizar y que, si finalmente logra cicatrizar, duele más justamente por eso. Pero con los años una certeza más se incorpora a nuestro ser: lo frágil de la vida. Todo puede suceder en unos pocos segundos. Por el motivo que sea, alguien o algo se cruza en nuestras vidas y las cambia para siempre. Ya está, ya fue. Lo peor de todo es que muchas veces el leitmotiv de los ejecutores es totalmente intrascendente, banal, pueril, fruto de un total y absoluto desprecio por las consecuencias de sus actos. Pareciera que ser innecesariamente violento es motivo de prestigio, tanto como tomar hasta quebrarse y luego, para probar que se es más hombre o mujer, tanto da, subirse al auto y manejar a toda velocidad. Ahora la vida de nuestros afectos tiene el valor de un celular a medio descargar, de un semáforo ignorado, de un reloj que apenas si da la hora o de una cartera o billetera que, si bien lleva unos pocos pesos, es más útil como recipiente de fotos amadas, de números de teléfonos robados entre copas, de facturas por pagar o pagadas a disgusto. Se llevan todo, el reloj, el celular y la vida de quienes son nuestro motivo para vivir. Quedamos indefensos, vacíos y pobres de alegrías. No hay explicación que valga, no hay palabras milagrosas, solo el dolor de saber que ese condenado instante se repetirá miles de veces frente a nuestros ojos cerrados a plena luz del día o en el sueño no conciliado. Mientras tanto ellos, los inconscientes del dolor ajeno, siguen impunes disfrutando de lo poco que obtuvieron.
Todos los capítulos en este enlace A partir de ese momento todo fue un caos, en mi mente, al menos. Parecía obvio que eramos la misma persona o, cuando menos, cinco personas con exactamente la misma historia: mismos padres, mismos recuerdos, sensaciones, alegrías y disgustos. La imágen en la pared perduró mientras el intercambio de palabras y emociones dominaba la sala blanca. Que bien se sentía que otro, distinto a mi mismo, supiera con exactitud como me había sentido en cada una de las situaciones que recordábamos. Todo me producía una extraña sensación de seguridad al poder intuir los temores, los deseos y las alegrías de los que me rodeaban y que, supongo, ellos intuyeran los míos. La empatía fue total, profunda y reconfortante. Las palabras cobraban un significado perfecto, los gestos no dejaban lugar a dudas, las expresiones de los rostros no ocultaban nada. Recordar las situaciones que habíamos vivido maximizaba las sensaciones que había...
Impecable! es lo tuyo, eh?
ResponderEliminarbesossssssssssss